Ciencia y Tecnología

Author: .:Garcel:.

Los escultores de lo vivo
«¡Qué bicho de porquería el mosquito!», se le solía escuchar a mi abuela mientras -sin éxito- aplaudía el aire con la esperanza de liquidar al insidioso agresor: «¡Sólo existen para molestar!». Con el tiempo, la escena familiar fue cautivando más y más mi curiosidad y, al cabo de unos años, la pregunta de ¿para qué existe el mosquito? no me dejaba en paz.
Una mirada a la organización de cualquier especie o a las interacciones entre ellas nos llena de asombro: la perfección aerodinámica del ala de un halcón, el destello de una luciérnaga, la delicadeza estructural de la retina de nuestros ojos, las especializadas relaciones entre flores y colibríes, el mimetismo del camaleón, etc. Todo está regulado con tanta exquisitez, que es difícil no pensar en un meticuloso y racional proceso de diseño (hasta que pensamos en el mosquito, claro) que subyace a la diversidad biológica.
Especies fijas, especies cambiantes
La humanidad se preguntó pronto si existía alguna ley general que explicara de dónde había surgido la complejidad y la diversidad observada en la naturaleza. La primera en levantar la mano fue la Iglesia, que -génesis bíblico bajo el brazo- propuso que cada una de las especies animales y vegetales representaban un acto de creación divina independiente. Esto significaba que Dios habría hecho por separado a la cebra, al caballo y al burro. Que la ballena, la orca y el delfín fueron concebidos en forma individual y aislada. El creacionismo -como se conoce a esta corriente- mantuvo su hegemonía en el ámbito popular durante mucho tiempo. Incluso en nuestros días, esta postura ha resurgido disfrazada de ciencia, bajo el nombre de diseño inteligente.

Fue a comienzos del siglo XIX cuando el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck desafió el status quo reinante, diciendo que las especies se iban transformando generación tras generación, dando lugar a la diversidad que observamos. Esa transformación nos dice que lo que hace unos milenios eran microorganismos, hoy pueden ser plantas de trigo y en un futuro quizás serán vacas lecheras. Según Lamarck, el motor de ese cambio era el esfuerzo de cada ser vivo por mejorar su calidad de vida. Y el producto de ese esfuerzo era heredado por cada nueva generación. De esta manera, el hijo de un fisicoculturista debería nacer con músculos sobredesarrollados, y el hijo de un trompetista debería nacer cachetón. Hoy sabemos que las cosas no funcionan de esa manera.

Hasta poco más de medio siglo después, no se descorrería finalmente el velo que mantenía oculto al mecanismo generador de biodiversidad. Luego de dar la vuelta al mundo a bordo del H.M.S. Beagle, estudiando flora y fauna, el naturalista inglés Charles Darwin publicó su obra maestra: El origen de las especies. En ella, sentaba las bases que explican lo que hace la naturaleza para alcanzar su enorme complejidad y diversidad.

Desde Darwin, la teoría de la evolución ha sido comprobada infinidad de veces, en un sinnúmero de escenarios diferentes. El desarrollo de resistencia a antibióticos en bacterias, los cambios en el color de ciertas polillas londinenses, el aumento de tamaño de las vaquillonas de pedigrí logrado por selección artificial, son sólo unos pocos ejemplos de evolución en acción. Incluso los avances de la tecnología y del conocimiento -que han permitido llevar el análisis del proceso evolutivo hasta el nivel molecular- han reafirmado su validez sistemáticamente.
Azar y selección
El evolucionismo descansa sobre pilares muy sencillos. Y es precisamente la sencillez de sus conceptos lo que ha puesto (y sigue poniendo) los pelos de punta a quienes sostienen la necesidad de un diseño consciente de cada especie.

El primero de los pilares de la teoría evolutiva es el azar, representado por la generación de descendencia con variación. Se trata de la aparición de pequeñísimos cambios imprevisibles entre una generación y la siguiente. Y son estos pequeños cambios, acumulados a lo largo de mucho tiempo, los que acaban transformando una especie en otra. Así, donde originalmente había sólo algunos insectos inofensivos, ahora hay mosquitos, jejenes, y tábanos. Qué mejor que atribuir tanta diversidad de bicho molesto al azar o la suerte (a la mala suerte, esto es).

Pero pensar que solamente el azar es responsable de generar la complejidad y el increíble orden que caracteriza a los sistemas vivos, sería totalmente descabellado. Sería como pensar que un tornado puede combinar materiales de construcción tomados a su paso, para armar un imponente Boeing 747 totalmente funcional. Tan descabellado como pensar que un chimpancé, jugando con el teclado de una computadora, podría -de pura casualidad- escribir una frase de una obra de Shakespeare. Aunque esto no es técnicamente imposible, es tremendamente improbable: el tiempo necesario para que un simio escriba una frase shakespeareana de 27 caracteres es de trillones de años. Y cuando algo es tan improbable, no está tan mal decir que es imposible. El azar, por sí sólo, no puede ser generador de una complejidad autosustentable ni reproducible. Tiene que haber algo más.

Y es ahí donde entra en escena el otro pilar de la teoría evolutiva: la selección. Este proceso es quien decide qué variables, de los millones que conforman un ser vivo, son conservadas en el largo camino hacia la complejidad. Volviendo a nuestro simio aspirante a escritor, si cada vez que acertara una letra en un lugar adecuado de una frase de Shakespeare, la letra quedase seleccionada mientras el mono siguiera intentando con las otras letras, el resultado sería sorprendente: el tiempo que tardaría en citar a Shakespeare con la ayuda de la selección, sería sólo de unos cuántos minutos.

 

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